Nací en 1944. Mis padres se casaron diez años antes y mi hermana es ocho años mayor que yo, cosa que no es casualidad, ya que mi padre estuvo siete años preso al finalizar la guerra. Yo nací después de que mi padre saliese de la cárcel.
Cuando estalló la guerra, mi padre, al igual que mi abuelo, pertenecía al cuerpo de carabineros. Se vivió una gran tensión en mi familia, ya que mientras mi abuelo se unió al bando franquista, mi padre se mantuvo fiel al gobierno legal y votado por el pueblo. Esta situación ocasionó gran sufrimiento a mi abuela, ya que mientras su marido luchaba junto al bando sublevado, su hijo (mi padre), estaba preso por defender la República.
Al final de la guerra, mi padre fue apresado y encerrado en una cárcel de Madrid, donde coincidió durante un tiempo con Julián Besteiro, quien presidió las Cortes de la República, el PSOE y la UGT.
Cuando mi padre salió de la cárcel, decidió trasladarse a su localidad natal de Haro (La Rioja). aquí teníamos una casa, pero al venir de estar preso, en el pueblo se nos consideraba una familia de rojos. Hasta tal punto era así, que en las escuelas nacionales, la directora me hacía la vida imposible. Cuando salíamos al patio a izar y arriar banderas, yo nunca levantaba la mano y la maestra, que era una mandada, me daba pellizcos y me retorcía el brazo para que lo levantara, hasta tal punto era así, que volvía a casa con los brazos llenos de cardenales.
El último curso escolar, se sorteó entre todas las niñas acudir a la localidad de Santurde a realizar unos “ejercicios espirituales”, y aunque a mí no me tocó, la directora decidió incluirme a mí también, ya que consideraba “que me hacían falta”.
En cierta ocasión, siendo aún una niña, un vecino me espetó que “aquí va a haber que dar otra vuelta porque estos crecen”, aludiendo a que en el pueblo yo era “hija de rojo”. Volví a casa llorando y con un disgusto tremendo. Mi aspiración desde bien joven siempre fue marcharme del pueblo.
Fue una época horrible. Tal era la cantidad de presos políticos durante los primeros años de la posguerra, que algunos conventos los tuvieron que habilitar como cárceles. Lo que vivían los presos fue una pesadilla, con el miedo constante de que ser fusilados. De hecho, mi madre, cuando iba a visitar a mi padre a la cárcel, tenía que leer la lista de los que habían fusilado, para asegurarse de que él no estaba en esa lista. Eso es algo que nos marcó para siempre.
Ana María Fernández Delgado, natural de Haro.